Se conocieron por el tierno azar de las miradas,
a la luz virginal de la prehistoria de su madurez.
En ese tiempo repleto de presentes sólo nuestros,
tiempo fugaz de conjugación en pasado apesadumbrado.
Juventud, que por breve nunca fue dos veces buena.
Para un porvenir aprendido
de normalidad circundante,
compartieron un si imperecedero
al compromiso de su amor entre temores.
Se fueron construyendo como un nido,
con los sarmientos de su trabajo,
la broza del silencio tras las disputas,
con la lana de sus risas y con sus besos de felpa.
Nido fecundo donde se posaron dos ángeles.
Ella traía un ordenado equilibrio de pies en el suelo,
y siete capas que escondían su callada sensibilidad de niña.
El, un mendigarle sus caricias en transparentes cercanías,
trama de entusiasmo militante en urdimbre de mil besos.
Ambos, el amor de sus manos sin descanso.
Trabajos y renuncias apenas
embrutecieron sus buenos días,
y escaparon de tentaciones
de propiedad conyugal adquirida.
Cultivando sus perlas eran simetría,
valvas de concha estrechándose un su espacio,
espacio abigarrado con burbujas de vacío
donde se escuchaba aún el rumor del vuelo de los pájaros.
Mientras, los años escribían sus signos en los espejos,
y en sus cuerpos dejaban una ausencia de sincronías.
Sus días recorrían de la mano contra fríos otoñales,
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